Última actualización: 25/03/2024 16:14 (hora España peninsular)

La naturaleza del trauma. Reseña del cortometraje «Lava» (2022) de Carmen Jiménez

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En el artículo de hoy reseñamos el cortometraje Lava (2022) de la directora Carmen Jiménez, que nos habla de traumas familiares, abusos e infancia.

Como afirmó agudamente Salvador Dalí, los recuerdos más bellos siempre son los más falsos, pues toda idealización implica una manipulación. Sin embargo, no es tan seguro poder afirmar la contraria: tal vez los recuerdos oscuros evoquen vivencias ciertamente oscuras… Vivencias que, como sugería Sigmund Freud, emergen al modo de traumas.

Al inicio de Lava, un pausado travelling nos aproxima a una frondosa higuera al borde de un camino. El ambiente hortícola y diurno, con cantares de pájaros y el susurro del viento, refuerza un estado contemplativo del paisaje, una fijación por la figura arbórea. Una pequeña bici caída en el suelo nos remite a la infancia y al verano, y el conjunto nos hace sentir paz, armonía, sencillez. Pero de repente, por corte directo, pasamos al plano cenital de una niña, Berta, que despierta asustada en mitad de la noche. ¿Tal vez la dueña de la bici? Ya no se oye naturaleza alguna. Sobre la cama de su habitación, Berta se vuelve ligeramente al oír el llanto de su hermanita recién nacida, fuera de campo. Sentimos desconcierto, frialdad, tristeza.

 

Tráiler del cortometraje Lava (Carmen Jiménez, 2023)

Del exterior al interior, del día cálido a la noche azulada, esta impactante elipsis de apertura resume un rasgo fundamental del cortometraje de Carmen Jiménez: el contraste entre serenidad y dolor, entre naturaleza y trauma. En dos planos, hallamos la síntesis poética del cortometraje. Pero no nos adelantemos…

¿De qué nos habla Lava?

El cortometraje nos narra la historia de Berta (Alicia Hidalgo), una niña de siete años que viaja con su madre y con su hermanita a la casa rural de su abuela. Berta casi no recibe atención por parte de los adultos, especialmente de su solicitada madre, y solo encuentra el cuidado de su primo Jorge (Julio Bohigas-Couto) de quince años, quien se ofrece a jugar con ella. No obstante, los juegos se irán enrareciendo hasta involucrar a Berta en una traumática situación…

No podemos desvelar más detalles de una trama que, al igual que su travelling de inicio, nos adentra en un mundo familiar donde cabe el cariño y la perversidad a partes iguales. Estas experiencias no se reducen a las vivencias de la protagonista, Berta, sino que se extienden al corpus familiar. La madre de la niña (Silvia Acosta) debe lidiar con sus propia madre y hermano, quienes no cesan de juzgarla por su reciente separación. El ambiente familiar, cargado de tensiones y heridas pasadas, es apenas atisbado por la mirada de Berta quien, nuevamente necesitada de atención, intenta descifrar los códigos de sus herméticos mayores.

La abuela de Berta (Adelfa Calvo), ganadora de un premio Goya por su interpretación en El autor (Manuel Martín Cuenca, 2017) juega un papel fundamental en la estructura familiar. Al poco de llegar a la casa de campo, Berta comparte con ella en un pequeño huerto de la finca. Abuela y nieta sostienen una pequeña conversación en torno a los “sentimientos” de la tierra —entendida en sentido literal, como suelo que pisan y riegan—. Berta defiende que la tierra siente dolor ante los golpes que recibe (en este caso, el baño de lejía que su abuela está realizando a un árbol que maldice), mientras que el personaje de Adelfa Calvo niega la mayor: la tierra es solo tierra y no siente nada.

Estas remisiones a la pasión de la tierra nos recuerdan a la poesía de Federico García Lorca y, particularmente, a su obra teatral Bodas de sangre, donde puede llegar a leerse (Cuadro I):

ni esparto daba esta tierra. Ha sido necesario castigarla y hasta llorarla, para que nos dé algo provechoso.

Cabe señalar que la obra fue llevada magistralmente a la pantalla por Paula Ortiz en La novia (2015).

 

Tráiler de La novia (Paula Ortiz, 2015)

Al igual que al terruño lorquiano, la abuela trata con cierta hostilidad a su hija, la madre de Berta, cuando durante la sobremesa familiar le recrimine su capacidad para romper las relaciones con hombres. La mirada inquisitiva que la señora lanza desde la esquina de la mesa, con el escorzo desenfocado de su hija, resume la violencia implícita que representa cada una de sus diatribas maternales.

En el marco de estas violencias familiares —siempre implícitas—, hallamos la ambigua figura del primo de Berta: Jorge, de quince años. En un simbólico plano americano que cierra el primer tercio del corto, el chaval observa su torso desnudo ante un espejo del baño, posando y escrutando sus incipientes músculos. La imagen revela la inseguridad del muchacho, una obsesión por el físico característica de la adolescencia. Nuevamente por corte directo —recordemos el inicio de la pieza— un plano cenital nos muestra a Jorge sumergido en el agua de la piscina, quien acto seguido emerge con brusquedad rodeado de burbujas.

El acto de emerger, con su cabeza y cuerpo a modo de metafórico volcán, apunta al juego de conciencia e inconsciencia, de apariencia y ser, que el chico encarna en su edad de transición a la madurez. Jorge vive una corporalidad indefinida, una pulsión contradictoria que no sabe cómo manejar. Sus deseos y obsesiones internas funcionan como esa “lava” que titula al corto, destructiva si no se conduce con responsabilidad.

 

Póster oficial de Lava (Carmen Jiménez, 2023)

Encontramos entonces tres puntos de tensión: la desatención de Berta (silenciada por sus adultos), la vulnerabilidad de su madre (juzgada por su familia) y las obsesiones de Jorge (acomplejado por su cuerpo). Infancia, adolescencia y adultez —si es que obviamos la senectud representada por la abuela, anclada a una tradición religiosa que se vislumbra en su rezo del rosario, hacia mitad del metraje— que son todos ellos sinónimo de inseguridad.

Pero el retrato de tales dolores intrafamiliares, es narrado mediante una puesta en escena que sitúa a la naturaleza en primer término. La tranquilidad del campo andaluz —pues el corto se ambienta en Sevilla, hecho reconocible en el acento de los personajes— se vislumbra en los intermitentes rayos que atraviesan las hojas de los árboles, los planos generales silvestres que Jorge y Berta recorren en bici, o en los planos detalle de hojas y ramas de la higuera donde ambos acabarán subiendo. Tales tomas remiten al cine de Terrence Malick, la belleza de El nuevo mundo (2005) o El árbol de la vida (2011).

 

Tráiler de El nuevo mundo (Terrence Malick, 2005)

Precisamente la subida a la higuera funciona como el punto de inflexión capital de la obra. Retomando el plano de inicio, aunque invirtiendo el travelling —esta vez en retroceso— el árbol simboliza la fusión ya comentada entre los numerosos traumas familiares y la pulcritud natural, la hibridación entre culpa e inocencia.

Cabe resaltar el íntimo parecido que Lava guarda con el cortometraje que recientemente reseñamos en el blog: Cosas de chicos (Raquel Lara, 2023). Ambos apuestan por esa mixtura entre infancia y naturaleza, haciendo equivaler la inocencia de los niños con la pureza de los bosques y campos. Y en mitad de dicha armonía, irrumpe el pecado, la violencia, el trauma. Resulta también significativo que tanto Lava como Cosas de chicos pongan el foco sobre protagonistas femeninas —niñas en ambos casos—, adoptando su punto de vista y denunciando una violencia externa, de orden principalmente masculino.

No obstante, Lava multiplica sus puntos de vista (ya sea centrándose en la madre de Berta, en su abuela o en su primo Jorge) hasta componer un conjunto poliédrico de personajes de gran riqueza psicológica. Al igual que las dos primeras películas de la cineasta Carla Simó, Estiu 1993 (2017) y Alcarràs (2022), ambas ambientadas en escenarios rurales y con la mirada puesta sobre la cotidianidad familiar, el cortometraje de Carmen Jiménez representa una pieza de sumo cuidado actoral, de extremo naturalismo. Pero todo ello  sin abandonar una apuesta estética basada en la expresividad del color (pensemos en los verdes luminosos sucedidos por el azul melancólico que cierra la obra) y la precisión de los encuadres.

 

Tráiler de Alcarràs (Carla Simó, 2022)

Nos encontramos, pues, con un trabajo de gran complejidad formal y temática altamente recomendable, un cortometraje que se adentra en lo más hondo de la familia para sacar a relucir —o dejar erupcionar, como si fuera un volcán— los dramas más oscuros, las resonancias más culpables.

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